domingo, 7 de abril de 2013

El sable fugaz al filo del viento


Philip K. Dick arribó a Tepoztlán a principios de Octubre de 1968, con el fin de participar de una fiesta organizada por el director de cine chileno Alejandro Jodorowsky.

Phil estaba encantado con el pintoresco pueblito, cercano a la capital mexicana, pues su riqueza cultural le fascinaba y además, porque el impresionante entorno cultural disparaba su inspiración, de por sí fácilmente excitable.


Tepoztlán se encuentra rodeado por una gran muralla de cerros de singular belleza. Sus peñascos parecen las espumadas crestas de gigantescos tsunamis de roca, que en cualquier momento se dejaran caer sobre los techos de teja rojiza de las moradas del célebre poblado.

Una variopinta gama de intelectuales, artistas, ufólogos y orientalistas, comparte con los indígenas del pueblo, el gusto por habitar en ese ambiente místico y misterioso, propio de un lugar de frontera, como si fuese un auténtico portal a ciertos ámbitos inexplorados del ser.

En la cima del cerro más imponente del lugar, el Tepozteco, se halla un hermoso templo prehispánico de procedencia mexica. Pero el acceso a tan admirable edificación, es altamente complicada, debido a lo agreste del camino, en donde las rocas, la hostil vegetación y lo empinado de ciertas veredas, hacen de tal recorrido, una auténtica prueba de resistencia para intrépidos turistas, estudiosos tenaces, y también para buscadores del destino dispuestos a todo.

Dick fue a hospedarse, habiendo llegado un día antes de la fecha de la celebración de Jodorowsky, a la casa que tenía en aquel lugar, su amigo, el poeta Carlos Pellicer. Allí, en la hermosa construcción de estilo colonial, se reunió con él y además con los poetas Jaime Sabines y José Gorostiza. Disfrutaron los escritores de una agradable bohemia con mezcal y con tequila; tacos de gusano de maguey y de insectos Jumiles, mientras escuchaban sones huastecos, trova yucateca, a Stravinsky y a Wagner. Pellicer les mostró, además, su colección de figuras prehispánicas; Sabines habló de mujeres y Gorostiza del tiempo y sus agonías. Philip K. Dick, por su parte, les recitó pasajes de "The Waste Land" de Eliot y también les compartió su intrépida interpretación de Heráclito y de Parménides.

En cierto momento, Dick le preguntó a Pellicer por qué sonreían los ídolos indígenas que ostentaban sus vitrinas.
—Es que guardan un gran secreto —le respondió con su inglés perfecto el poeta mexicano.
—¿Y cuál es? —insistió Dick.
—No lo sé, Phil, pero lo que sí te digo es que, acaso al descubrirlo nosotros, su sonrisa de obsidiana ya no estaría al alcance del júbilo nuestro: la verdad deslumbra y hiere.
Dick intuyó algo, asintió en silencio y volvió a su mezcal.

Aquella noche Dick sintió cosquillas, debido al contacto contra su costado del frío y duro metal del revólver que ocultaba.

"La verdad deslumbra y hiere", recordó justo antes de dormir, por fin.


II

Al día siguiente tuvo lugar la tan esperada fiesta de Jodorowsky. Adornó él su espaciosa casa de veraneo en Tepoztlán, con motivos indígenas y muchas obras de Op-art; el calendario azteca, Chac-mol y los danzantes zapotecas de Monte Albán se conciliaban insólitamente con las dimensiones de movimiento vertiginoso de Bridget Riley y de Vasarely. Jodorowsky llenó su alberca de champaña, flores de cempazúchitl y margaritas. 

Una orquesta de gaitas escocesas armonizó el convite con música de los Beatles y de Ravel. Se proyectaron cintas de Fellini, Bergman, Buñuel y del propio Alejandro. Entre elevadas charlas, risas, cantos, bailes y psicomagia, la reunión fue todo un éxito. Los artistas y las celebridades invitadas comenzaron a retirarse muy satisfechos. Al final sólo quedaron los más entendidos en los aquelarres del gran Jodorowsky. Dick entre ellos.

Organizaron una pequeña verbena para ir ascendiendo por el cerro del Tepozteco, en plena noche, rumbo al templo prehispánico. Comenzaron a circular charolas con pastillas de colores, hongos y jeringas.
Justo antes de partir, arribó un grupo de fenómenos circenses que Jodorowsky hizo venir con toda la intención de crear un ambiente ideal para su deseada excursión.

Comenzó pues aquella singular peregrinación . Era como un agitado torrente de antorchas y linternas. Iban danzando, y también avanzaban por la pedregosa vereda, entonando himnos, poemas, maldiciones y consignas. Cerca de la mitad del camino hacia la cima, decidieron hacer una parada. Encendieron una fogata y, tomados de la mano, los celebrantes eufóricos giraron frenéticamente al compás de sonajas, teponaztles, maracas y quenas. Dick participaba de la ceremonia febril, con agrado y deleite. A cada vuelta se detenía un momento a tomar un puñado de pastillas, y así lograba sentirse con la misma fuerza vital que los danzantes de Mattise. 

Pronto se calentaron los ánimos, se acrecentaron las pasiones; las parejas y los tríos comenzaron a reunirse en amorosos coloquios de caricias ansiosas. Dick reconoció a Juan José Arreola, feliz con un sombrero de copa, y lo vio desaparecer presto detrás unos arbustos con dos lindas contorsionistas orientales; mientras Guadalupe "Pita" Amor se lanzaba a los brazos de un enorme forzudo con síndrome de Down, y Phil también descubrió al mismísimo Santo, el enmascarado de plata, huir hacia una gruta cercana con una esbelta mujer africana con decenas de anillos deformándole el cuello y llevando correa en mano a dos mandriles de enorme e irritado trasero carmesí.

Philip K. Dick, por su parte, se apresuró a levantar con sus robustos brazos a una enana de largo y negro cabello lacio y rostro bellísimo, y se ocultó para poseerla en un refugio de troncos encontrados.

Luego sólo quedó el canto de los grillos, enardecido por las estrellas y la noche.


III

Cuando Dick volvió en sí, estaba solo entre los troncos. Se puso en pie y miró hacia el cielo; era como un océano de olas de cristal, y a lo lejos en el firmamento divisó ballenas voladoras y a un grupo de mantarrayas emplumadas luchando por rozar un horizonte de chispas color lava.

Buscó a los demás celebrantes. No encontró a los mismos que iniciaron el desfile, puesto que ahora vio, en su lugar, a unos maniquíes ambulantes de radiación verdosa; se habían vuelto, además, transparentes. Dick era capaz de percibir el flujo de su sangre auténtica; era una corriente de puntos y líneas de colores, en secuencia inteligible, un código cifrado. Cada uno de estos seres, antes persona, era ahora un mensaje en código dirigido a Dios, quien en las alturas leía complacido y construía el mundo con la materia verbal de estos ruegos, anhelos y peticiones, expresados en vibrantes plegarias.

Phil casi lloró ante tal armonía.

Pero súbitamente descubrió el escritor, que una de esas figuras era un texto espurio, un mensaje apócrifo. El transparente ser no poseía sangre ni venas en su cuerpo; sólo cables y mecanismos complejos: era un hombre artificial, un replicante, una abominación funesta.

Se desplazaba entre las criaturas-mensaje y las borraba, o distorsionaba el código que les permitía perdurar. Dick no perdió un instante. El perfecto desarrollo del cosmos dependía ahora por completo de su decisión y de su acción comprometida. Extrajo su revólver oculto y comenzó a abrir fuego, persiguiendo al replicante, que se ocultaba entre los empavorecidos seres mensaje.

El androide subió hacia la cima del Tepozteco y Dick lo siguió sin tregua alguna, aún a pesar de la oscuridad y de las traicioneras rocas y raíces. Sin embargo, en un determinado momento, se sintió atrapado por un montón de piedras. Dick miró hacia su pie apresado e increíblemente halló, entre la tierra, el rostro pétreo de Ambrose Bierce, el famoso escritor norteamericano desaparecido en México en plena guerra de la Revolución.

Phil Dick se sorprendió mucho al identificarle, y más cuando el propio Bierce le habló:

—Estás ya muy cerca de la cima, pero ten cuidado; el dios del Tepozteco te está poniendo a prueba, y aquí el que fracasa es el único que triunfa. Te lo digo yo que, mírame, logre alcanzar al fugaz Señor de los Vientos; le vencí y me derroté.

Antes de que Dick pudiera responderle, un movimiento a sus espaldas le hizo volverse. El replicante, el astuto señor del Tepozteco, le hacía gestos y muecas burlonas con su rostro de plástico y de aluminio.
Dick fue tras él, furioso. Llegaron por fin al templo prehispánico. El dios subió ágilmente a lo alto del edificio, luego miró a Dick ambiguamente con esa sonrisa singular —el mismo enigmático gesto de los idolillos de Pellicer—, y a continuación, se lanzó al vacío.

Phil lo siguió aún. Cuando estuvo él también en lo alto del templo y contempló la inmensidad a sus pies, cuando sorprendió el júbilo de la muerte entre los peñascos y puntas arbóreas de la caída pronunciada, Dick sintió que lo comprendía todo. Tomó su arma con las dos manos y se introdujo el cañón en su boca abierta al máximo.

Esperó unos segundos...

Lo detuvo el sonido de una radio; ya amanecía y el vigilante de la zona arqueológica arribaba puntual. Pero no vio a Phil.

En cambio Dick sí escuchó el mensaje divino transmitido por la radio: había sucedido una masacre de estudiantes en protesta, en plena ciudad de México. El mundo entero estaba conmocionado por el acontecimiento y en muchos países otros movimientos estudiantiles de lucha social estaban cobrando fuerza inaudita. Una verdadera revolución colosal transformaba al mundo en ese preciso instante. Para Dick era todo muy evidente: el Impero nunca terminó. Pero ahora esa misma Prisión de Hierro Negro había caído en la trampa del Señor del Tepozteco y se había transgredido a sí misma, transformándose, inalterablemente, en Otredad pura.

Una Nueva Era se avecinaba, y Dick sería su gran profeta: la Voz misma que clama en el Castillo. Decidido por completo, arrojó su arma hacia el abismo. Poco antes de iniciar el descenso fatigoso, le pareció que un rostro inmenso, asomado en el cielo de fulgores de alba, le sonreía.

Y entonces por fin, él también lo hizo.



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